La consigna “Ni una menos” cumple 10 años, pero su enfoque excluyente ignora a miles de víctimas hombres, niños y ancianos, y promueve una visión distorsionada de la realidad mediante un falso feminismo que no representa a las mujeres.
A 10 años de “Ni una menos”: violencia no es solo cuestión de género
El 3 de junio de 2015 marcó un antes y un después en la historia reciente de Argentina con la masiva convocatoria del movimiento que se apodó “Ni una menos”. Lo que comenzó como un grito colectivo contra los femicidios se convirtió rápidamente en una consigna ideologizada, violenta y discriminatoria. Diez años después, es hora de cuestionar con firmeza el carácter excluyente, ideológico y profundamente discriminatorio que este lema ha adoptado. Porque si la lucha es contra la violencia, debe ser contra toda forma de violencia, sin importar a quién afecte.
La farsa del feminismo que no es feminismo, sino violencia al otro.
“Ni una menos” nació con la intención de visibilizar los casos de violencia contra mujeres, un objetivo legítimo. Pero con el tiempo se transformó en una bandera de un feminismo radicalizado que ha distorsionado por completo su propósito inicial. La frase, que suena empática y justa, encierra una falacia peligrosa: pone el foco exclusivamente en un solo sexo, como si los varones no fueran víctimas también de violencia, de abuso, de homicidio, de injusticia. Invisibiliza una parte enorme del problema. En lugar de luchar por la erradicación de la violencia como fenómeno social, se ha convertido en una herramienta de enfrentamiento y división.
El caso de Lucio Dupuy
Las mentalidades precarias y violentas que impulsaron el «ni una menos» se vieron perfectamente reflejadas en uno de los asesinatos más horrendos de la historia del país y del mundo: El caso de Lucio Dupuy, un pequeño niño violado, golpeado y asesinado por bestias inhumanas que llevaban orgullosas las banderas del falso feminismo.
Y esas bestias inhumanas eran nada menos que una pareja de lesbianas integrada por la madre del niño violado, torturado y asesinado y su pareja, que llevaban la bandera del odio hacia los hombres, disfrazado de feminismo. Hoy no se escuchó a ninguna feminista reclamar por los derechos del niño brutalmente sometido y violado.
Activistas precarias usando un nombre de un movimiento legítimo.
Hoy, mientras ciertos sectores celebran el aniversario del movimiento, lo hacen desde una lógica sectaria. Han transformado la lucha por la igualdad en un campo de batalla ideológico donde cualquier voz disidente es silenciada o ridiculizada. El feminismo auténtico —el que verdaderamente promueve igualdad entre hombres y mujeres— ha sido secuestrado por activismos que, en nombre de la justicia, generan nuevas injusticias. ¿Qué igualdad puede haber en un lema que excluye a más de la mitad de la humanidad?
Más grave aún es cómo algunos de estos grupos han promovido como referentes a personas con serios desequilibrios emocionales, cuyas historias no deberían servir como ejemplos a seguir, sino como señales de alerta para una sociedad que debería ofrecer contención, salud mental y respeto. En vez de proponer soluciones reales a los traumas, se han dedicado a romantizar el dolor y la victimización permanente. El claro ejemplo es la ideología de género que va de la mano de estos falsos grupos feministas, pretendiendo naturalizar los problemas psicológicos y trastornos de personalidad de personas que sufren por no identificarse sexualmente con el sexo biológico y pretenden que el resto de la sociedad los trate como lo que suponen que son y no por lo que realmente son. Es decir, lejos de empatizar con los serios trastornos, buscan que la sociedad crea que eso es normal en vez de ayudar a esas personas a aceptarse como son sin exigirle a la sociedad que los trate como lo que imaginan que son.
Poco favor le hacen a las verdaderas víctimas
Esta ola de grupos que se victimizan reclamando derechos que están consagrados en la Constitución Nacional desde hace decenas de años, terminan perjudicando a las verdaderas víctimas de la violencia. Para estos movimientos que se sienten ofendidas y discriminadas por cualquier pequeñez que no les guste, ponen al mismo nivel su chiquilinada con el padecimiento de una verdadera víctima de violación o de otros abusos graves.
Por culpa de estos grupos, no sólo se termina «estandarizando» la gravedad del verdadero impacto de una violación, sino que fue totalmente contraproducente, ya que, desde su aparición como modelo ideológico, los homicidios -mal llamados femicidios- se incrementaron. Lejos de tratar seriamente desde un contexto sociológico la existencia de pervertidos violentos que cometen crímenes, especialmente contra niños, niñas, jóvenes, mujeres y discapacitados, estos movimientos parecieron haber enardecido a aquellos criminales y por ende, los delitos se incrementaron.
Un caso clarísimo, fue el perverso «Ministerio de la Mujer», que no era más que una cueva kirchnerista para repartir dinero del estado a militantes, fomentando negociados y adoctrinamiento político de izquierda. Durante su «funcionamiento» los homicidios de mujeres aumentaron y cuando desapareció ese ministerio, bajaron considerablemente. Más claro, imposible.
Un presente entre terraplanistas y falsos feministas.
Es indispensable recuperar el sentido común: ninguna vida vale más que otra. La violencia es un problema humano, no de género. Ni una menos, sí. Pero también ni uno menos, ni nadie menos. Porque todos —mujeres, hombres, niñas, niños, ancianos— merecemos vivir sin miedo, con respeto, con justicia. Y eso no se logra con consignas parcializadas ni con discursos de odio disfrazados de lucha social.
No se puede construir una sociedad igualitaria desde el rencor ni desde la revancha. El camino es otro: educación, respeto mutuo, leyes justas y aplicadas con equidad, sin privilegios ni impunidad para ningún sector. Defender la vida no debería tener género. Y decir esto no es estar en contra de los derechos de nadie; es estar a favor de los derechos de todos.
Hoy, más que nunca, debemos alzar la voz no para repetir consignas vacías, sino para reclamar una verdadera cultura de la paz. Una donde no haya “ni una menos”, pero tampoco “nadie menos”.
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